A veces presiento que todo va a cambiar algún día, pero lo cierto es que
la vida se está poniendo muy tranquila. Pasame una cucharita, y como en cámara lenta
me paro hacia la mesada, mi pierna flota desde el piso, se desenreda de patas
de sillas y mesas y se apresta para ir en dirección al cajón de los cubiertos, ver
cada uno de los movimientos, los cordones, apenas desatados, se sostienen suaves
por sobre la zapatilla que avanza hacia el vacío del siguiente movimiento. Podría
pensar en otra cosa, pero el destello nubecil me regocija de tal manera que no hago
otra cosa que disfrutar el ponerme de pie, qué placer, apoyarme en la silla y sentir
como mi peso se desplaza lentamente a través de mi hombro, mi codo, antebrazo y
mano, toda mi estructura ósea, ese complejo y perfecto tejido esponjoso y
macizo que habita dentro de mí, se pliega al respaldo de madera y de ahí se
distribuye equitativamente por cada una de las cuatro patas de la silla. Y el
equilibrio! El equilibrio necesario para poder caminar el suave vaivén de la
mesa a la cocina, una pierna atrás de la otra y en el medio, el vacío, la
desesperación, el abismo entre cada paso, y sentir la gravedad, como
todo mi peso se prolonga por mis extremidades inferiores y se apoyan en esa
diminuta parte del cuerpo, en un arco, un empeine, un apenas apoyo, y aún así
parado, andando, moviéndome despacio, en -6x, en la lánguida busca de la cucharita.
Y al abrir el cajón, el brillo obtuso de las cucharitas ajadas por el tiempo,
el metalisísimo sabor que emanan, casi imperceptible en las comidas pero
plasmados ahí, en ese somier revuelto que es un cajón de cubiertos. Quien inventó la
cuchara? Ese cobijo de alimentos, seguro alguien que no quería quemarse… Se
habrá inventado antes o después que el tenedor…? Ahora enfoco a mi compañera,
que aguarda, expectante, en la mesa, la ansiada cuchara para revolver su café. Y
que pasaron, 2 minutos? 5 minutos? Media hora quizás… y la espera es la misma,
la ansiedad por el café que no se enfrió mucho, apenas una decima, o dos, y la
cuchara que brilla despacio, sin apuro, y mientras me sumerjo en la aventura de
flotar el mismo abismo equilibrado de posar pie tras pie, me preparo para el
milagro de caminar y miro como desde arriba se proyectan infinitos rayos de luz
que se quedan grabados en su trayecto, como queriendo demostrar que son
infinitos, infinitésimos, y agradezco, agradezco una vez más, poder vivir en el
fondo de la pileta. Y que no me cobren alquiler.
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